Él es el Señor y Dador de Vida

TESTIMONIO #042

El Señor nos sigue invitando hoy a descifrar los signos de los tiempos. Necesitamos, urgentemente, vivenciar personalmente al Espíritu Santo, que nos ha de robustecer y nos ha de guiar, en esta etapa, hacia el desempeño de la misión confiada por Jesucristo. Sin Pentecostés, de poco nos serviría la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, porque el Espíritu Santo es quien nos da la vida: Él es el Señor y Dador de Vida.

Una cosa es tener conocimientos de Dios-Padre y de Jesús, para lo cual no hace falta el Espíritu, y otra cosa es tener Vida y sentirte Vivo, lo cual es, siempre, un don del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu Santo, que es el mismo Espíritu de Jesús Resucitado, es delicado y paciente; es un caballero, que nunca se impone a la fuerza y que siempre viene gustosamente a un Pueblo Bien Dispuesto. El Santo Espíritu sólo toma de nosotros lo que nosotros queramos darle, y nada más. Por eso, cuando te das del todo a Él, viene con prontitud y te invade totalmente. Esto es lo que experimentamos en la vigilia de Pentecostés en la Parroquia de San Ramón de Paiporta, el sábado por la mañana. Experimentamos el amor de Dios en primera persona. Ahí había un Pueblo Bien Dispuesto. Esta situación de coronavirus, con su normativa de limitación de aforo, propició que todas las personas que estaban ahí, lo estuvieran por una propia y específica voluntad, con una voluntad muy concreta y con un corazón muy necesitado de recibir al Señor. Yo llegaba con gran ansia. El día antes les decía a mis hijos: «he deseado con gran ansia.»

He vivido toda la Pascua deseando con gran ansia la llegada de Pentecostés. He orado mucho para que se levantaran las medidas del confinamiento y poder celebrar con gran solemnidad esta Fiesta. Está claro que al Espíritu lo puedes recibir cada día, porque siempre que le llamas, viene. Pero, más claro aún es que, cuando el Espíritu ve un Pueblo Bien Dispuesto, se lanza de cabeza. Yo le pedía al Señor, durante toda la Pascua: «necesitamos vivir un Pentecostés como el Primero, como el que experimentaron la Virgen María y los Apóstoles. Necesitamos al Espíritu con la misma intensidad, con la misma fuerza, con el mismo poder, porque somos débiles y es muy grande la misión de hacer presente a Cristo en esta sociedad del COVID-19.» Incluso le llegué a pedir: «quiero ver las llamaradas de fuego.»

He de reconocer que no he visto las llamaradas de fuego; el Señor solo me permitió ver una luz amarilla, en forma de llama, que salía de la Cruz de madera que hay encima del altar. Esto fue durante la Alabanza de preparación que tuvimos los servidores antes de que comenzara la Vigilia.

He experimentado los frutos de la Presencia del Espíritu: Paz, Alegría, Gozo interior, Seguridad, Certeza, Firmeza… en fin, todo lo que experimenta una persona que se siente amada. Al final, todo queda reducido a experimentar personalmente el Amor de todo un Dios Todopoderoso, Nuestro Dios, que ansía amarnos si nos dejamos amar por Él. Lo que vivimos el sábado fue lo que se vive cuando uno se deja amar por Dios. Había ahí un Pueblo que ansiaba dejarse amar por su Dios y ahí estaba Nuestro Dios dándose amorosamente a su Pueblo. El Esposo y la Esposa, donándose recíprocamente. Este es el Nuevo Pentecostés de Amor Esponsal.

Cuando vives esto, cuando experimentas el Amor de Dios en primera persona, quedas transformado. Aunque no sepas explicarlo —porque no hay palabras humanas para expresar estas experiencias divinas—, lo realmente importante es vivirlo. Cuando vives esto, quieres más, quieres vivir siempre así. Cuando vives esto, ya no te conformas con lo de antes. Cuando vives esto, ya no te vale cualquier cosa.

Cuando vives esto, ya no te conformas con saber que Dios te ama, deseas vivir sintiéndote constantemente amado por Dios. Y deseas amar a Dios y al prójimo, poniéndote a su servicio. El amor es expansivo: no es lo mismo decir «te amo» que «experimentar físicamente el amor» y, más aún, cuando estamos hablando del Amor de Dios mismo. No es lo mismo reconocer, intelectual y psicológicamente, que «Dios me ama» —que en sí ya es mucho—, que experimentar físicamente el Amor de Dios. Yo puedo saber que Dios me ama, porque así me lo han enseñado, porque así lo he aprendido, pues Dios es Amor y el Amor solo puede amar. Pero solo cuando vives todo el Amor de Dios en tu pequeño cuerpecito humano, es cuando tu vida se redimensiona, entras en otra dimensión de nuestra fe. Siendo tú el mismo de siempre, siendo la misma persona, ya nada es igual. Es entonces cuando puedes intuir lo que decía Pablo de Tarso: «vivo yo, pero ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí.» Y lo más impresionante de todo es que, después, tú sigues sin poder hacer nada para corresponder a ese Amor de Dios, porque sigues siendo el mismo miserable de siempre. Pero esto deja de tener la importancia que antes le dabas.

La única forma que conozco de amar a Dios es dejarme amar por Él. Él es el protagonista de esta historia de Amor. Él me ama y yo me dejo amar por Él. Y no hay otra posibilidad, porque nadie puede pagar a Dios con la misma moneda; no hay otra posibilidad, porque el Amor de Dios por nosotros es totalmente inmerecido y gratuito. Amar a Dios consiste en dejarse amar por Él y, después, entregar a los demás, gratuitamente, ese Amor que de Él recibes. Recibir para dar.

Esto es lo que brota de mi corazón en este momento: ¡Cristo me ha resucitado! Esto no es un estado de ánimo, es un estado de vida. Su mismo Espíritu habita en mí por la Resurrección. Hay tres nacimientos: el nacimiento en la carne, el nacimiento del Bautismo y el nacimiento de la Resurrección, donde el Espíritu Santo te invade y te conduce a Alabar y Adorar la Persona Humana de Cristo, su Pasión, Muerte y Resurrección y, por Él, a Alabar y Adorar a Dios Padre.

¡Gloria a Dios!

Lucas Blanes.