Yo nunca hubiera imaginado ser sacerdote
Un día me encontré con un amigo de la juventud que me preguntó: «Salva, ¿qué es de tu vida?» Y yo le dije: «Estoy en el Seminario.» Él soltó una carcajada y me dijo: «En serio, ¿qué haces?» Y yo insistí: «Estoy en el Seminario.» Entonces él dijo, lleno de asombro: «Si tú estás en el Seminario, eso es que Dios existe.» Pero, ¿Dios existe? Se pregunta nuestro mundo. Y yo digo: Claro que existe, Él me ha salvado. Como nos dice el Papa Francisco en la Exhortación:
«Quienes se dejan salvar por él (Jesús) son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento.»
(EG, n.1. P.P. Francisco)
He querido comenzar de esta manera esta reseña biográfica, pues es así como defino mi vida, pues lo más importante en ella es saberme amado de Dios, porque sólo desde ahí me veo y sólo desde ahí todo cobra sentido, porque Dios lo ha llenado de su Luz.
Aunque nuestra familia es de Galicia, mis hermanos y yo nos criamos en Valencia. En una zona pobre y sencilla, como lo es mi familia. Desde pequeño he sido mal estudiante y rebelde por la situación en casa, sobre todo por la relación con nuestro padre, que ha sido difícil, y el ambiente social, que era muy duro. Y todo eso me hizo vivir cosas malas desde pequeño.
Así que pronto dejé el colegio y me puse a trabajar, sobre todo en la hostelería, aunque he hecho de casi todo. Y solo pensaba en divertirme y disfrutar de las discotecas y de todo lo que ofrece la noche. Pero en el fondo me sentía vacío y perdido.
Hay una frase de Jesús en el Evangelio que define la situación vital del hombre hasta que no reconoce a Dios en su vida y que mueve a compasión a Dios. Cuando Jesús dice:
«Me da lástima la gente porque andan perdidas como ovejas sin pastor.»
(Mt 9, 36)
Yo también creí que no necesitaba a Dios para vivir y ser feliz. Es más, me convertí en opositor, al menos de “su” Iglesia, porque impedía que yo hiciera lo que me apetecía… “libertad”, lo llama nuestra sociedad. Y esa libertad me llevó al vacío, a la oscuridad y la esclavitud. A vivir un camino largo y angustioso, hasta que Jesús vino a mi vida. Aunque yo no me considero una persona frágil, no supe encajar las heridas del desamor, desamor en mi familia, en el barrio, etc. Quizá es eso, quizá no podemos. Al menos solos no. Estoy convencido que los mayores errores de nuestra vida los cometemos cuando no nos sentimos amados. Y nos hacemos daño eligiendo lo que no nos conviene.
Por eso un día me dije: «A partir de ahora voy a ser malo.» Y a todo lo que había rechazado desde la infancia, porque mi barrio lo tenía muy a mano (alcohol, drogas, etc.), empecé a decir que sí. Ya que yo no importaba a los demás, a mí me daba igual. Salía por la noche, bebiendo alcohol sin límite, y probando toda clase de drogas. En ese mundo, si quieres “ser alguien”, tienes que tener dinero. Así que empecé a traficar con drogas; consumía y vendía, sin darme cuenta del pozo en el que uno entra. El pozo de la mentira, del robo, de la traición, de la falsa apariencia. Tuve varios accidentes de coche y moto como para haber muerto. Y aunque cada mañana me decía «tu vida no tiene sentido, tienes que salir de ahí», volvía a lo mismo.
Hasta que en un viaje a Galicia que iba para comprar droga, entré en la catedral y le pedí al Apóstol Santiago: «¡Ayúdame, sácame de aquí!» Y escuchó mi plegaria. Un día sentí el impulso de ir a la Iglesia, y aunque yo me decía: «¿qué haces aquí?, tienes 25 años, eres mayor para venir a Misa», algo no dejaba que me marchara. Y tuve la experiencia más grande que una persona puede tener aquí en la tierra. Sentí el Amor de Jesús en mi corazón, un Amor profundo, que hizo que sintiera con dolor todo mi pecado, pero que en ese pecado yo era amado. Aquella experiencia hizo que me apartara de todo lo que me hacía daño. Y poco a poco retomé la vida de fe. Empecé a rezar el Rosario, a ir a Misa. Y recuerdo mi confesión después de todo lo vivido como la mayor experiencia de la misericordia de Dios en mi vida. Por fin encontré la verdadera libertad, que solo Dios puede dar cuando nos sentimos amados por Él. Su Amor nos hace libres, porque su Amor nos hace vivir en la verdad. Porque la “ofensa” a Dios con nuestro pecado es porque elegimos la esclavitud. Y nuestra tristeza es su “desdicha”.
Son muchas las pruebas del Amor de Dios en mi vida, su delicadeza, su paciencia, su ternura. Recuerdo una vez en una Parroquia a la que asistía, ya diariamente, donde en la puerta había un amigo de la infancia, que también había caído en las drogas, pidiendo limosna. Me llenó de tristeza, porque no me reconocía de lo mal que estaba; pero, al mismo tiempo, me llené de gratitud por ver de dónde me había sacado Jesús. Ese chico murió al poco tiempo.
Solo hay que dar un paso hacia Dios, y Él dará dos hacia ti. Porque eso es lo difícil; cuando tenía que optar por Dios para salir de aquel mundo, me daba vértigo, miedo por el cambio. Cuando quise consagrarme a la Virgen, mi madre me dijo: «Tú da el primer paso; lo demás lo hará Ella.» Y así ha sido. Ha ido poniendo personas y sobre todo sacerdotes, que han sido y son como mis padres, siendo transmisores de la Misericordia de Dios.
Dios solo acepta que optemos por Él desde nuestra libertad; precisamente, el amor es posible solamente porque somos libres. Y Él ha decidido “correr ese riesgo” con cada uno. Y el amor libre es lo que permite la entrega, y entrega hasta el final. Pues el amor solo es auténtico si es para siempre (como el Amor crucificado). Sin embargo, al ser libre, Dios aguarda una respuesta. Y yo le pregunté durante tres años cada día en la Eucaristía: «Señor, ¿qué quieres de mí?» Y, como pasa en los enamorados, ese Jesús que vino a mí con todo su Amor, parecía haber desaparecido… Pero, como dice Santa Teresa de Jesús:
«El alma herida de amor sólo permite que la llaga sea curada por el amado.»
Insistía: «¿Qué quieres de mí, Señor?» Hasta que escuché por boca de mi confesor la respuesta que me daba Dios, cuando me dijo: «Yo creo que el Señor te llama a remar mar adentro» (Lc 5, 4). Aquel día salí de la Iglesia como entre nubes. Por fin podía descansar, pues sabía lo que el Señor quería de mí. El sentido de la vida es descubrir la vocación para la cual Dios nos ha pensado. Encontrarla hace que vivamos en la verdadera paz interior. Eso no quiere decir que no haya dificultades, pues la vida tiene que poner a prueba nuestras opciones, y así el amor se hace real, se “encarna”.
Sí, es cierto, he recorrido un largo camino para volver a Dios que, aunque para mí es motivo de gratitud y alabanza, no es digno de emulación. Pues no es necesario ponérselo tan difícil a Dios. Por eso, yo no soy un buen ejemplo, pero sí soy un testigo de la Misericordia entrañable de nuestro Dios.
Así, el Señor me regaló la ordenación sacerdotal en junio del año 2007, y desde entonces ha sido todo un descubrir de lo que Dios quiere hacer en mí (para todos). Los primeros cinco años de ministerio sacerdotal estuve llevando cuatro pequeñas poblaciones en la carretera de Madrid (últimos pueblos de la Diócesis de Valencia) y ahora estos años estoy llevando tres pueblos en la carretera del interior, dirección Alicante.
Y en estos últimos cinco años, mi vida ha cambiado completamente al descubrir la apertura a la acción del Espíritu Santo, abriéndome al ministerio de sanación y liberación, que está lleno de dificultades, sufrimientos y obstáculos, precisamente, porque es de Dios. Pero nunca antes veo con más fuerza que es lo que Dios quiere para la humanidad, y por esto me veo impulsado a dar a conocer la necesidad de la sanación espiritual.
Y todo esto me lleva a lanzarme a los retiros de sanación y promover la evangelización con el Poder de Dios. Y para ello os pido que oréis por mí y por esta obra de Dios, porque el Espíritu Santo va a destapar todo engaño y esclavitud del enemigo. Y el enemigo no quiere soltar a todos los que necesitan ser sanados y liberados.
Y para ello he vivido muchos retiros de sanación. He viajado a Canadá para vivir la Agapeterapia (sanación interior). Estuve cuatro años en la Renovación Carismática, donde he vivido cosas muy grandes de Dios, a través de la Alabanza, y he visto derramar su Espíritu con fuerza en encuentros que se hacían del Espíritu Santo. Y después he ido a Londres para conocer una comunidad muy bendecida por el Espíritu Santo, Cor et Lumen Christi, donde estoy descubriendo la necesidad de evangelizar con el Poder del Espíritu Santo (como Jesús hizo —y sigue haciendo—).
Como nos dijo el Apóstol San Juan:
«El mundo yace en poder del maligno.»
(1 Jn 5, 19)
Pero también nos dice para qué vino Jesús al mundo:
«Se manifestó para deshacer las obras del diablo.»
(1 Jn 3, 8)
Por eso, no temo, porque también dice San Juan:
«Es más grande el que está con nosotros que el que está en el mundo.»
(1 Jn 4, 4)
Y yo vivo de esta certeza:
«El Hijo de Dios me amó hasta entregarse por mí.»
(Ga 2, 20)