TESTIMONIO #190
Antes de venir al retiro, el Espíritu me iluminó el texto del lavatorio de los pies. Cristo se arrodilla, va a permitir que el enemigo le destroce el cuerpo, porque «solo el espíritu da vida», y nos perdona a cada uno, lava lo que está sucio de andar por la tierra.
El pecado original ya nos lo limpió el Señor al tomar el baño del bautismo, que se hacía por inmersión en los primeros tiempos del Cristianismo. «El que se ha bañado está limpio.»
Pero nos pide que nos perdonemos los unos a los otros por los demás pecados, que nos lavemos los pies.
No se trata de servirnos unos a otros como criados, sino de perdonar las ofensas, que es mucho más difícil y más bonito. Es participar de su naturaleza, porque el perdón es un fruto del amor y es para nosotros imposible, si no lo hace el Espíritu Santo, transformando desde dentro nuestro corazón. Es ser hijos y no criados. Es lo que debería de haber hecho el hermano del hijo pródigo, si no fuera esclavo del temor.
En la oración de sanación intergeneracional del domingo, yo no esperaba nada, pero el Espíritu Santo me reveló que gran parte del sufrimiento de mi familia viene, como en la Casa de David, de la espada.
Legiones de demonios, espíritus de lujuria y de abuso han acudido como insectos al escenario de guerra, miedo, abandono, pobreza, prostitución, ideología política idolátrica que sustituye al culto a Dios y teología del castigo, en el que han naufragado algunos miembros de mi familia.
Y estos espíritus del mal han causado terribles estragos, especialmente en los más pequeños e inocentes.
He comprendido que la oración por las almas del purgatorio tiene que ir centrada, no en que cese el dolor que sufren en el Purgatorio los muertos, sino en que se sane el sufrimiento que han causado a los vivos.
Porque, queriendo ir con Jesús, lo que les impide vivir en el espíritu y les mantiene en el Purgatorio, más pegados a la carne, son las consecuencias que otros siguen sufriendo por sus culpas.
No pueden desprenderse del pecado y acercarse a Jesús, por estar atados a la tierra como con una bola pesada. No han participado en el lavatorio de pies y no pueden tener parte en su Reino.
Para poder liberar a los del Purgatorio, el Espíritu Santo primero nos sana las heridas que impiden que nos perdonemos entre nosotros, y para ello espanta a los demonios que acuden, como buitres, sobre estas heridas, para mantenernos en el rencor.
Nos libera de los espíritus del mal, que están fuera del tiempo, mienten, acusan y repiten esquemas especializados de tentación para que, siendo en realidad víctimas, repitamos los mismos pecados y tengamos que sufrir por generaciones las mismas consecuencias del alejamiento y falta de protección de Dios.
Ya dijo Él que no sabemos lo que hacemos, es que no vemos a estos demonios…
Los vivos estamos a tiempo de pedir al Señor que cure nuestras heridas, porque si estamos heridos, no podemos perdonar y, después, que riegue en nosotros el don divino del perdón, para perdonar a vivos y muertos.
Si los muertos son perdonados por sus víctimas de la tierra, quedan liberados, porque el Señor ya les había perdonado en la Cruz. Su perdón fue gratuito e incondicional.
En la oración de sanación intergeneracional he perdonado, acogiendo el don que me regalaba el Espíritu y en representación de mi familia, a todos los antepasados muertos que no pidieron perdón en vida y he entregado sus pecados en la cruz de Cristo para su liberación, como si le hubieran pedido ellos permiso para protegerse bajo sus alas e ir con Él; para que sean libres para volar al Señor Jesús sin ninguna atadura ni acusación desde la tierra.
Se fueron sin pedir perdón y ya no pueden pedirlo. El pecado seguía activo, haciendo daño como un cáncer, pero mi oración ha sido escuchada por Jesús, que ha roto estas cadenas. Ahora han quedado liberados, porque Él dijo a sus discípulos que lo que desatemos en la tierra queda desatado en el Cielo.
Al salir del Purgatorio, cesan las consecuencias de sus pecados en los vivos, se sanan heridas y se alejan los enemigos tentadores.
Al volver del retiro, esta mañana me he reconciliado con mi padre. Ya no tengo la herida que me lo impedía, y él me pareció por fin una criatura indefensa, un hijo de Dios.
Menuda losa me he quitado.
Gloria al Señor.
Rocío Mena.