TESTIMONIO #045
30 de mayo 2020 — Vigilia de Pentecostés — San Ramón nonato Paiporta
Era la primera vez que asistía a la vigilia de Pentecostés y durante el confinamiento estuve rezando para que se pudiera llevar a cabo. Tenía muchas ganas de asistir, presentía que iba a encontrarme con el Señor, como si algo grande fuera a pasar.
Días antes me estuve preparando para recibir el Espíritu Santo, que tanto nos animaba el padre Salva a pedir, a lo largo de todas las homilías del tiempo Pascual. Para ello, insistía en mi oración diaria y también rezábamos en familia la novena al Espíritu Santo que nos proporcionó en la parroquia.
Soy madre de dos bebés y unas semanas antes me preocupaba con quién iba a dejar a los niños, ya que quería vivir la Vigilia con la mayor intensidad posible; providencialmente conseguimos unas canguros para que se quedaran con ellos en la parroquia.
Al inicio de la jornada me costó un poco comenzar porque tenía el pensamiento disperso entre lo que estábamos viviendo (nuevo para mí) y la preocupación de si mis hijos estarían bien, etc.
Poco a poco, me fui olvidando de todo y viví la primera parte con entusiasmo, sumergida en la Alabanza, aprendiendo de las enseñanzas del padre y disfrutando de los testimonios.
Después de la pausa, la cual me gustaría felicitar a la magnífica organización que hubo todo el tiempo, empezó la «parte fuerte» del día, la Efusión.
Pedía sin cesar que el Espíritu Santo viniera a mí, y en una de esas veces que me puse de rodillas para encontrar recogimiento, empecé a notar mucha felicidad y paz. Notaba que yo sonreía, y de pronto escuché al padre Salva que decía algo como «mirad la sonrisa de Jesús», y yo con los ojos cerrados iba sintiendo cada vez más gozo. La cabeza se me inclinó hacia atrás y, mirando al cielo, sin poder abrir los ojos, vi la silueta de una paloma con las alas desplegadas y rayos de luz que la rodeaban. Al mismo instante, se me desató el Don de lenguas, cada vez con un volumen más fuerte y llorando de felicidad; necesitaba abrir mis brazos hacia el cielo para abrazar.
Pasaron unos minutos y pude volver a la normalidad, aunque estaba alucinando.
Seguidamente, empezaba la efusión del Espíritu y yo pensaba que habiendo tenido una experiencia tan fuerte (para mí), pues, que ya no pasaría nada tan espectacular. De pronto me vino un profundo malestar, tenía muchas ganas de vomitar, el corazón me iba a mil y me costaba respirar. Entonces empecé a rezar para encontrarme bien y sentía que el chico que estaba sentado, conmigo, en el banco, también rezaba para que me pusiera bien. Luego me confirmó que sí estaba rezando por mí.
El caso es que, al poco rato, se me pasó todo y me encontraba de rodillas, cantando como unas segundas voces de la canción que tocaban en ese momento. Sentía una paz tremenda y me sorprendía la voz que salía de mi boca, era muy aguda y empastaba fenomenal con lo que oía. A la vez, escuchaba la oración de una chica en mi oído y caí en descanso al suelo.
Yo seguía cantando, como nunca antes había hecho, y de pronto volví a orar en lenguas, intercalaba el canto con las lenguas y dije alguna vez Ave María. En la explosión de gozo que sentía, me encontré con Jesús, yo sentí que era Él. Podía ver cómo estaba sentado delante de mí, sobre una piedra blanca, veía su túnica blanca, los pliegues de sus mangas, un poco de su pelo y sentía unos ojos muy verdes que me traspasaban. Yo empecé a hablar con él en lenguas, pero entendiendo en todo momento lo que le decía…
Y es como que delante de Él podía ser yo misma, y como si Jesús me dijera: «Claro, así es como Yo te veo.»
¡Muy fuerte todo! No podía parar de decir lo feliz que era y que si ese momento era así de bueno ¿cómo sería el Cielo entonces?… Le conté todo lo que se me pasó por la cabeza y le di gracias por todo lo que me estaba regalando. Hubo un momento que sentí que me pedía que le pasara el gozo del Espíritu Santo a la chica que rezaba conmigo en ese momento, entonces le toqué el brazo queriéndole transmitir lo que sentía. En medio de todo esto yo seguía levantando los brazos, riendo a carcajadas, llorando… Debía ser un cuadro para el que me viera desde fuera, pero yo estaba tan feliz que me daba lo mismo.
Llegó un momento de la visita de Jesús en el que sentí que me decía, con mucha autoridad pero con mucho amor a la vez, que se había derramado mucho en mí y que iba a derramarse también a mis hermanos; yo lo entendí y asentí que debía compartirle, aunque no hubiese querido que aquello se terminara jamás.
Al momento, todo volvió a la normalidad, dentro de lo que cabe; pude sentarme y dar gracias por todo lo vivido.
Un momento después, vino hacia mí el padre Jorge y me impuso las manos, también rezaba por mí otro chico joven. Sentí paz, pero no ocurrió nada más. Ésta fue la oportunidad que se me brindaba para confirmarme, a mí misma, que los descansos en el espíritu y demás cosas sobrenaturales que me habían pasado no habían sido producto de mi sugestión.
Por último, pasó la custodia bendiciendo a toda la asamblea, y en aquel momento cantábamos «Aleluya, Dios es Rey». Yo, no podía parar de llorar y de levantar mis brazos, de feliz que estaba, afirmando en mi interior lo que cantaba. En verdad Dios es Rey, lo he visto, qué grande es… (todo esto lo pensaba y me emocionaba).
También pedía, mientras pasaba la custodia entre mi familia, que sintieran aunque fuera una mínima parte lo que yo había sentido, para que les tocara el corazón (si no lo había hecho aún).
Todo esto lo dice la que al principio no estaba más que sentada o de rodillas, con los brazos cruzados, cerrando los ojos para no desconcentrarse e incluso pensando que ese no era su lugar. Pero Jesús es mucho más grande y me quitó los prejuicios y me demostró lo realmente universal que significa la palabra católico.
¡Gloria a Dios! ¡Salve María!
Encarna.