TESTIMONIO #011
Doy Gracias a Dios por este fin de semana que hemos compartido. Le doy Gracias por su perdón y su misericordia y por la Comunidad «Somos hijos de Dios».
Como se ha dicho en este fin de semana, la Nueva Evangelización pasa por nuevos evangelizadores, Renovados, Sanados y Ungidos por Dios para ser testigos de que Jesús está Vivo y Presente. Un evangelizador Renovado, Sanado y Ungido no solo cree en el Espíritu Santo y lo anuncia, sino que también cree en el Poder del Espíritu Santo. Es necesario pasar de la fe en Dios, que suele ser pasiva, a la Fe de Dios, siempre activa.
En este fin de semana, he experimentado personalmente el gran Poder que el Espíritu Santo ha ejercido a través de la canción: «Jesús, Tú has cuidado de mí y estás aquí. Sáname.» Desde el Viernes hasta el Domingo, cada vez que orábamos esta canción, las palmas de mis manos ardían más.
En la tarde del sábado, el Señor me permitió experimentar lo que relato a continuación, durante la oración en el Seno Materno. Era la tercera vez que entraba en esta oración y ha sido totalmente diferente. Mi primer contacto con esta oración lo tuve en febrero de 2015, en un encuentro con el P. Ghislain Roy. Me descubrí profundamente amado en el seno de mi madre, viví placenteramente mis nueve meses desde la concepción hasta el parto. Nací sin problemas. Al acabar el padre nos dijo que abrazáramos a la persona que teníamos al lado, así que abracé a Yolanda con todo el amor de que fui capaz y tuvo un descanso en el Espíritu. Me asusté, porque no sabía qué era, solo vi que se me escurría entre los brazos. La segunda vez fue en el retiro de Abril del año pasado. Tras el parto, abracé y levanté a un chico que se quedó sentado tras el parto y al abrazarlo experimenté que no era yo, sino que Jesús me utilizaba para abrazarlo. Este sábado en la tarde, al comenzar la oración cerré los ojos y abrí mis manos, con las palmas hacia arriba, en señal de apertura y petición, descansados los brazos sobre mis muslos. Inmediatamente, al comenzar las primeras palabras introductorias, comenzaron a arder las palmas de mis manos, como si tuviera dos bolas de fuego. Sin abrir los ojos, me decía: «¿Qué es esto?» Seguí atentamente toda la oración, pero no entré en el seno de mi madre. Yo pensaba, «estamos en esta oración y yo estoy fuera con las manos ardiendo». Avanzaba la oración y me sentía como espectador en una asamblea que se iba sanando, pero seguía muy atento cada palabra de la oración. En eso que comienzan a llorar dos mujeres, una la escuchaba a mi derecha y la otra a mi izquierda. Sus gemidos iban aumentando de tono y, de repente, mis brazos comienzan a elevarse solos, poco a poco, hasta que las palmas alcanzan la altura de mis hombros, con los codos apegados al tronco y mis manos se van girando una hacia la derecha y la otra hacia la izquierda, por donde me llegaban los gemidos. Las palmas ardían mucho. Yo seguía la oración y en mi interior se actualizaba. Si, por ejemplo, decía: «… ahora perdona a tu madre…», desde mi mente salía esto: «… madre ahora quedas perdonada…». Y así con cada frase de la oración. No podía bajar los brazos. Permanecí en esta situación hasta que enmudecieron los gemidos llorosos de las mujeres. Solo entonces pude bajar los brazos. Enseguida abrí los ojos, aunque la oración no había terminado, pero faltaba poquito. A mi derecha una señora bastante mayor, estaba echada en el suelo en posición fetal. Tenía una mano junto a su boca. Era la viva imagen de un bebé de más de 50 años, como si estuviera en el seno de su madre, pero vestida de persona mayor. A mi izquierda, habían 4 o 5 mujeres, y no pude identificar la que había estado llorando. Tras el parto, me levanté tranquilamente y contento porque no tenía que levantar a nadie. No sé por qué me giré, seguro de ser el último de esa zona de la Capilla y me sorprendí al ver que detrás de mí había un chico. Cuando yo me había sentado, allí no había nadie. Debió llegar después, pero yo no lo oí. Estaba sentado. Me acerqué, lo abracé y lo levanté. Lo tenía abrazado de modo que con mi brazo izquierdo rodeaba todo su cuerpo, y con el derecho también, pero recayendo mi mano derecha sobre su cabeza. En ese momento, en mi interior sentí: «Te amo hijo mío. Te amo hijo mío.»
Por último, y lo más impactante, lo recibí en la Eucaristía del Domingo. En estos retiros, todo es impactante para mí, porque experimento físicamente al Señor. Lo más impactante, repito, fue la Eucaristía de Sanación del árbol genealógico. Abrazando un folio con el nombre de mis familiares, vivos y difuntos, sentía que el amor de Dios, y mi amor, llegaba a ellos. Y lloraba sin parar. Cuando los vi depositados en el altar como ofrenda unida al sacrificio de Jesús, se desataron las compuertas. El culmen fue cuando el padre, descansando el Cáliz con la Sangre de Jesús sobre todos mis familiares, quedaban purificados. Su Sangre nos limpia. El padre dijo: «Seguid con los ojos cerrados a ver qué quiere revelarnos el Señor.» Aquí va lo que me reveló a mí: «Todos son mis hijos. Tú estás contento porque hoy, gracias a mí, puedes intervenir en la vida de tus familiares, vivos y difuntos. Pero no es suficiente para mí, porque todos son mis hijos. Lo mismo debéis hacer por todas las almas de vuestro tiempo. Vosotros, que coméis mi Carne y bebéis mi Sangre, tenéis la responsabilidad de hacer lo mismo por todas las almas que coinciden con vosotros en el tiempo, porque yo los amo a todos.»
Esto es lo que el Señor me ha permitido vivir en este retiro, para Gloria Suya.
Alabada sea la Santísima Trinidad y alabado sea el Inmaculado Corazón de María.
Lucas.