TESTIMONIO #154
Esta mañana hemos celebrado Pentecostés en Valencia. Ha sido una bendición. Cuando hemos llegado a casa, mi hija (de 9 años) me ha contado con gran alegría su experiencia.
—Papi, ¡tengo un testimonio para la página web de la Comunidad!
—¿Ah, sí? Cuéntame, hija.
—Pues mira, han rezado por mí y me he caído al suelo.
—¡Anda! Vamos, que has tenido un descanso en el Espíritu.
—¡Eso es!
—Me alegro mucho, cariño.
—Y cuando han rezado por todos los niños para que reciban el Espíritu Santo, no me he caído, pero mi mano se ha puesto a temblar, y ahora la tengo como hinchada.
—Vaya…
—Y encima ayer, en la preparación de Pentecostés, me dijeron que rezase por una persona. Puse la mano encima de ella… ¡y también se calló al suelo!
—Otro descanso en el Espíritu.
—¡Sí! Al padre Salva no le dio tiempo ni siquiera a decir «Jesús». Se quedó en «Je».
—Qué bien, cariño.
—Papi…
—Dime, hija mía.
—Me gustaría ir todos los días a Misa.
—Vaya…
Así que hemos cogido de nuevo el coche por la tarde, y hemos acabado en Paiporta, para poder ir a Misa con nuestra Comunidad, y así cumplir el deseo de mi hija.
Ahora ya es de noche. Me he sentado (¡por fin!) para escribir este testimonio. Pero la voz de mi hija me interrumpe.
—¡Papi! ¿Puedes venir?
—¡Claro que sí!
Dejo de escribir y me dirijo a su cuarto. Abro la puerta. Está todo a oscuras, menos un rincón de la habitación, iluminado por la luz de una pequeña vela.
—¡Mira, papi!: He hecho un lugar de oración para poder rezar todos los días. He puesto un Rosario, y también voy a poner una Biblia. ¿Te gusta?
—Me encanta, cariño.
Y ella se ha puesto a rezar. Y yo he continuado escribiendo, dando gracias al Espíritu Santo, que sigue haciendo su gran obra en los más pequeños.