TESTIMONIO #035
«Anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío» Sal 55. Este versículo sería el resumen de lo que estaba viviendo en esos momentos. Después de poco más de 5 años en la China comunista de Xin jin ping. Lágrimas me caían en abundancia cuando preparaba la sala para mi primer bautizo de un niño chino, Samuel Rui Abraham. Percibía en lo más profundo de mi alma que aquel bautismo sería el final de una misión que a pesar de tantas alegrías y buenos momentos, me había agrietado el corazón por la sequedad de tantos fracasos y frustraciones. Todavía guardo tres flores que fueron testigos de ese bautizo que tanto significó para mí.
La providencia hizo que volviese a España, para después viajar a Italia, donde se celebraba una convivencia en la cual había sido invitado. De esa convivencia salí más confuso aún sobre lo que Dios quería de mí. Una vez en España, celebrando una Misa en la parroquia del Santo Cristo de la Misericordia, hablé interiormente con santa «madre teresa» de la cual había una estatuica a los pies del altar, diciéndole: «Madre Teresa, ¿cómo supiste cuál era tu sitio en la iglesia?» Al acabar la Misa, una mujer se me acercó para hablar conmigo: «¡Padre! ¡Celebrando la Misa, el Espíritu me ha dicho que te diga que tienes que hacer un retiro!», a lo que inmediatamente pensé que ya estaba aquí la iluminada de turno… «No puedo, tengo cosas que hacer este fin de semana», contesté. Pero ella insistía de que debía ir sí o sí, porque lo había dicho el Espíritu, y me dio su teléfono y se fue. En esa misma noche, pensando en mis adentros, me rondaba en la cabeza el hecho de que hacía años que no vivía un retiro y que tal vez necesitaba pararme un poco, hacer silencio y meditar con la Escritura para escuchar más a Dios en mi vida, y entonces la llamé diciéndole que sí que iba a ese retiro.
Al día siguiente, llegamos al retiro, y lo primero que me dan son unos «sacramentales», el aceite, la sal y el agua exorcizada.» ¿Dónde me he metido con esta panda de frikis…?», pensaba en mi interior, «¡Hasta unas pulseritas me dan! ¡Jamás me pondré eso…!» Corazón muy endurecido al que el Espíritu estaba a punto de ablandar…
En un descanso del retiro, me aparté de todos, buscando un lugar donde rezar a solas, con mi Biblia. Pedí a Dios, con mucha sinceridad de corazón, que me diese una palabra de vida con la que encontrar alguna respuesta sobre mi vocación y mi lugar en la Iglesia. Abro la Biblia al azar, y pongo el dedo en una página con los ojos cerrados y, justo en ese momento, una brisa mueve otra página, pero yo, que ya había marcado con el dedo, digo: «¡No!, se lee donde yo he puesto el dedo y punto…» El problema estaba en que cuando voy a leer, me encuentro que la página donde había marcado yo estaba en blanco. Y es ahí cuando acepto leer donde el viento había movido la página segundos antes: «Id por todo el mundo y predicad a toda criatura… a los que creen les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes y si bebieren una ponzoña no les dañará, pondrán las manos sobre los enfermos y estos recobrarán la salud» Mc 16, 15ss. Me quedé un poco perplejo sobre estos signos, porque ciertamente ya había proclamado tantas veces el Evangelio, pero estos signos como que no…
Cuando vuelvo al retiro, el padre Salva nos reúne a los tres curas que estábamos ahí, y nos dice: «Ahora vamos a sanar a la gente, bueno, el Espíritu lo hará…» Ante esas palabras, siento que se me encoge el estómago porque nadie me había preparado para algo así, y además pensaba en mis adentros: «Ya verás qué vergüenza cuando yo imponga las manos, y no pase nada… va a ser un ridículo monumental.» … Mis sobacos sudaban por la tensión que llevaba dentro de mí, y poco después mis ojos comenzaron a contemplar las maravillas de Dios… Los enfermos se sanaban de verdad, y yo no daba crédito, hombre de poca fe.
En otra celebración, donde se expuso el Santísimo sacramento, padre Salva iba narrando cosas muy raras sobre la gestación. Yo apenas me concentraba en la oración y mi mirada se iba de un lado a otro, para curiosear sobre qué es lo que hacía la gente. Cuando después de un tiempo largo de oración, padre Salva ordena ponerse en pie a aquellos que no sentían ningún pesar ni debilitamiento, yo me pongo en pie tranquilamente, porque no sentía nada. En ese momento, padre Salva dice que abracemos a los que se habían quedado sentados, y un señor que había al lado mío, me hizo un gesto para que yo le abrazara a uno que se había quedado sentado. La verdad es que no me apetecía abrazar a nadie, pero viendo que este señor me hizo ese gesto, pues lo abracé y lo levanté. En ese momento, cierro los ojos y veo a Jesús que me estaba recibiendo a mí al nacer, y era Jesús quien me estaba abrazando en ese momento. Mis lágrimas empezaron a fluir sin parar porque el amor que experimenté en aquel momento fue realmente intenso. Sé que fui dado a luz por cesárea y creo que esto marcó mucho mi personalidad. Después de aquel gran abrazo, me senté y seguí llorando sin poder parar.
El Espíritu Santo, a partir de ese momento, cambió mi vida. Ese retiro fue como una transfiguración del Señor, incluso los días siguientes, casi no podía dormir de la alegría que tenía. Ahora, estoy a la espera de que el Espíritu me diga lo que debo hacer, porque yo ya me he rendido ante Él. Bueno, si alguien lee este escrito, solo le pido que rece por mí, que soy profundamente débil. Y no quería acabar este pequeño testimonio sin mencionar los últimos versículos del mismo Salmo del cual comencé este escrito: «Te debo, Dios mío, los votos que hice, los cumpliré con acción de gracias; porque libraste mi alma de la muerte, mis pies de la caída; para que camine en presencia de Dios a la luz de la vida» Sal 55.
Abraham.
P.D.: Al final me puse las «pulseritas» y hasta hoy las llevo puestas…